¿Cómo educar a los niños para que puedan cambiar el mundo?
¿Qué sentido tiene aprender algo de memoria cuando ya está disponible en un libro o en Internet?¿No tendría más sentido dedicar el tiempo en las escuelas a que el alumno reflexione y aporte sus visiones propias sobre el tema u ... leer más »
¿Qué sentido tiene aprender algo de memoria cuando ya está disponible en un libro o en Internet?¿No tendría más sentido dedicar el tiempo en las escuelas a que el alumno reflexione y aporte sus visiones propias sobre el tema u objeto de estudio?¿Estamos haciendo algo para formar a los niños como personas, para que sepan relacionarse o desarrollar su creatividad?¿Estamos fomentando el talento innato de cada individuo?¿Son motivadores para el aprendizaje los actuales sistemas de evaluación?
Estas son sólo algunas de las preguntas que surgen cuando nos planteamos si la educación está caminando en la dirección correcta. Y es que el gran dilema del sistema educativo actual radica principalmente en una cuestión de objetivos.
Cuando me dirigía hace unos meses a presentar en un centro educativo el Método OREOH, su director me decía que aunque le parecía un recurso muy interesante no disponía del tiempo para aplicarlo, ya que su centro se enfocaba íntegramente a que sus alumnos obtuvieran unas notas promedio altas, que facilitaran el posterior acceso a la Universidad. Un posicionamiento que primaba la obtención de una determinada puntuación frente a la oportunidad del aprendizaje en sí mismo, que me hizo pensar sobre cuáles debían ser las metas de la enseñanza obligatoria.
En mi libro Inspirando esos locos bajitos cito en el prólogo a la Madre Montserrat del Pozo. Esta innovadora religiosa de las Madres Misioneras de Nazaret establece este ambicioso como genial objetivo para la educación:
«hay que inculcar en los niños la seguridad de que ellos pueden cambiar el mundo»
Si compartimos este objetivo para la educación de nuestros hijos entenderemos fácilmente que lo enseñado en las escuelas no debe centrarse únicamente en la transmisión de conocimientos en las áreas tradicionales, conocidas en el mundo anglosajón como STEM (Science, Technology, Engineering & Mathematics), sino que debería también aportar competencias emocionales, relacionales y aptitudes creativas y emprendedoras, que serán fundamentales para que el niño pueda adaptarse con éxito a un entorno complejo, diverso y cambiante.
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Un objetivo más ambicioso, que incluiría el compromiso para lograr que el niño o niña pueda explotar su potencial en aquellas capacidades que conforman su talento propio, se trataría, no sólo de educar sino también de inspirar; todo un reto para los docentes, que desemboca en una meta mucho más ambiciosa. Un nuevo contexto en el que adquieran especial relevancia teorías como las de las inteligencias múltiples, el aprendizaje por proyectos, la enseñanza personalizada, el trabajo cooperativo, la incorporación de la tecnología o los nuevos formatos de aula.
Si damos por bueno este nuevo escenario de contemplar la educación como una herramienta para el cambio, tendremos mucho más claro hacia dónde tiene que caminar la educación. Si queremos cambiar nuestra sociedad, tenemos que hacerlo a través de los más pequeños. Una vía lenta pero eficaz, que requiere nuestro compromiso a largo plazo, quizá la única posible.
Como tan certeramente lo describía Nelson Mandela, «la educación es el arma más poderosa para cambiar el mundo» y nuestra responsabilidad en este cambio debemos ejercerla cada día desde las escuelas y en nuestras propias casas.